Miles de creyentes y decenas de obispos saltaban y zapateaban extasiados arriba de las mesas por la insuperable dicha que les producía la consagración como obispo del primer sacerdote abiertamente homosexual Gene Robinson. Algunos querubines también abrieron cajones de vodka y champagnes. Cuatro milenios tardó el Señor en sincerarse, en expresar lo que realmente sentía. Ahora descargado, Dios se manifiesta sin recelos, por medio de su profeta de los últimos tiempos.
¿A quién diablos le interesa lo que sentencia
Esos cerrados de mollera que creen que el sexo sólo se debe disfrutar con las mujeres, con la esposa, recibirán azotes desde la casa del Padre hasta que aprendan las lumínicas lecciones de la sotana del apóstol Robinson, que hoy cruza solitario y de rodillas el Sinaí, por la causa que le golpeó el cerebro. Este obispo marica es la carta de triunfo de un Espíritu Santo que se retuerce de alegría con esta santa y pía renovación. Gene Robinson se va a casar con su antiguo novio porque lo ama y porque los predicadores solteros o divorciados son sometidos a demasiadas tentaciones de la carne, y este clérigo anglicano no está disponible para mundanalidades, bajezas o divisionismos. La intransable castidad es la castidad y la sensualidad y sus vástagos son el demonio mismo. Por el tremendo y valeroso testimonio de este clarividente de Jehová, cada seminario se transformará en una jaula de locas piadosas y evangelizadoras ardorosas, para la gloria de Cristo. Sin titubeos, el único anhelo de este pastor gay es humillarse a la voluntad del Padre Dios, con un entusiasmo casi irrepetible.
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