Egresé el año 1980 del sobresaliente Liceo A-5 de Arica. Éramos un semillero de proezas, la gran esperanza del futuro, los súbditos del mañana. Presentarse el lunes antes de las 8 am, cantar el himno nacional con patriotismo, mirarle las piernas a mis compañeras con recato, entrar a la sala a elevar nuestro espíritu e intoxicarnos de conocimientos. Mis profesores eran dignos, profesionales, dedicados. Dejaron huellas, dentro de las escuetas posibilidades existentes. Algunos tenían una paciencia santa con los burros. Salir al recreo era un regocijo. Como era pobre, pocas veces me compraba un Berlín. Había una pedagoga que era amada por muchos, por su cintura que era un paradigma. Soñar con ella era gratis, sin multas. En el aniversario bailábamos en el patio del establecimiento con la banda musical “Los Catedráticos”. Cada alumna era más guapa que la otra. Se embellecían del pelo a los talones. Por alguna razón me sentía feliz. A Carmen nunca le pude dar un beso. La candidez y la juventud son breves. En diciembre recibimos nuestro diploma en el Fortín Sotomayor y mi amigo Leonardo gritó por última vez “Ele ce i, ele ce o”. De ahí muchos se fueron a un destino incierto. Después de dar la prueba de ingreso a la Universidad, muchos agacharon la cabeza con resignación. La mala educación pública es una decisión política deliberada. La economía necesita vasallos con valores firmes. Al final, terminé siendo un atorrante más de mi amado Chile. Con sesenta años de edad me paro frente a mi siempre querido Liceo estatal y no sé si reír o llorar. Tengo sentimientos contradictorios, hondos. Carmen no me invitó a su boda. También siempre me desestimó, con disimulo.
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JAIME FARIÑA MORALES
ARICA-CHILE
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